Un bosque sagrado en los confines del mundo conocido. El cielo plagado de estrellas, con la Vía Láctea como una indicación de camino, y una tumba venerada. Atribuida al apóstol Santiago. De todo ello emergería uno de los fenómenos más interesantes de la Edad Media europea. Cuando, de una forma inconsciente y muy emocional, centenares de personas se lanzaron a los caminos. Recorrieron kilómetros y kilómetros. En busca de aquel punto entre el mundo real y el sagrado. No es extraño que la ciudad que se iría levantando alrededor de un lugar tan luminoso y lleno de fuerza espiritual fuera absolutamente diferente. Santiago de Compostela se convirtió en un destino de pareja importancia a Roma o Jerusalén. El fin del camino de las estrellas, que llevaba a la salvación y el conocimiento espiritual. Parece increíble que conceptos tan etéreos y difíciles de explicar acabasen tomando la forma de un gran templo románico. Auténtica obra de arte. De la imagen hierática del apóstol, y sobre todo del deslumbrante Pórtico de la Gloria. Siglos después, el barroco añadiría una nueva escenografía. Un exterior renovado para la catedral, y un conjunto de calles y plazas espectaculares en sus alrededores. Santiago cuenta con edificios famosos por su elegancia: el hostal de los Reyes Católicos, la casa del Cabildo, el mercado de Abastos... Y calles llenas de peregrinos eufóricos. Todo parece concebido para reformar ese carácter de fin de un mundo y principio de otro. Para subrayar la aguja de piedra que señala al cielo. Donde acaba el camino de las estrellas.
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