Fusión mediterránea
© Carlos Garrido
Barcelona

Mis amigos no lo pueden creer. Cuando me preguntan cómo tener una visión completa de Barcelona, les digo que tomen el autobús. Ellos me miran con ojos desorbitados. ¿El autobús en la ciudad de la modernidad y el diseño? Pues sí.

Barcelona es una gran ciudad. Pero así como otras urbes aparecen tensas, desintegradas, con partes enfrentadas entre sí, Barcelona tiene una singular armonía. La gente se comporta de forma educada, europea. Algo bien palpable en el bus. El paisaje urbano transcurre mientras vas en autobús. Todo transmite la impresión de una ciudad compleja. Pero que funciona. Y así como desfilan los diferentes paisajes por las ventanillas, como fotogramas de una misma película. Así se integran entre sí las diferentes Barcelonas. En unión casi perfecta.

Me gusta empezar por la zona marítima, con el barrio de la Barceloneta y sus terrazas. El Port Olímpic, las barcas, los bares y restaurantes, las playas de arena, la figura original del W Barcelona, conocido como el hotel Vela. Siempre que puedo, me acerco a esa parte extrema de la ciudad. Donde la aglomeración, el tráfico, los edificios, se trasmutan de repente en un horizonte de mar y de azul. Allí respiras. Escuchas los ruidos graves y pesados del puerto. Sueñas. Y puedes tomar una caña en el bar Jordi, donde el actor Pepe Rubianes pedía su vermut con anchoas.

Desde allí tomas el bus para llegar a la ciudad vieja. Ya es otra historia. La Barcelona medieval, de callejones oscuros y estrechos. Con palacios góticos, como el que alberga el Museo Picasso, las escalinatas de la Plaça del Rei, las antiguas murallas romanas, el barrio del Born, los recovecos del Raval. Esta Barcelona sabe a novela de Eduardo Mendoza y aunque su parte central se promociona desde hace tiempo como “barrio gótico”, la mayoría de sus monumentos son neogóticos: del siglo XIX. 

Barcelona de sombras y misterios. Si puedo, no me pierdo una visita al Museu Marès de Escultura. Nunca está abarrotado. Y hablas en silencio con esas esculturas magníficas. Esas miradas inmóviles. Personajes del pasado que dirías que te entienden perfectamente.

Otro bus y te plantas en el Eixample. Obra maestra del urbanista Ildefons Cerdà, que lo concibió como una retícula regular, ordenada. El Ensanche barcelonés resulta apolíneo y monumental. Contiene la mayor parte de los grandes monumentos modernistas. Sobre todo las obras de Gaudí: la Sagrada Familia, la casa Batlló, la Pedrera. La elegancia de Lluís Doménech i Muntaner en la casa Lleó Morera. La magia de Josep Puig i Cadafalch en Les Punxes. Hay algo muy interior en este movimiento. Algo que explica a la perfección el carácter de Barcelona.

El modernismo recoge motivos arquitectónicos historicistas. Pero los combina con decoraciones atrevidas, imaginaciones, irracionalismos oníricos, formas orgánicas. Fuerza las líneas, juega con los volúmenes, llega a los extremos que antes se hubiesen considerado imposibles. Y al hacerlo integra muchas cosas en una sola. Como Barcelona combina sus diferentes realidades en una superior.

El mismo autobús te llevará al barrio de Gràcia, el Village de Barcelona. Una antigua villa aledaña que se fundió con la ciudad. Es la zona de moda, donde puedes encontrar desde bares con gatos a establecimientos veganos, tiendas vintage, ropa, libros, coworkings, escuelas de swing, barberías hipsters, bancos okupados... Mientras, la gente recorre las calles en bici, patinete o con unos curiosos artilugios de dos ruedas. Gràcia, meca de la vida nocturna, es también un pequeño Nueva York de nacionalidades, estilos, razas y formas de vivir. Otro ejemplo de convivencia y fusión. Soy un fan de la plaza de la Revolució. Por allí desfila la vida callejera de Gràcia. La música, las familias con niños, los indies, los ancianos de siempre... Te parece estar en otra ciudad sin salir de ella.

Desde allí conviene subir al techo de Barcelona. Y de nuevo el autobús te deja a las puertas. La ciudad creció rodeada de pequeñas colinas, que hoy se han convertido en excelentes miradores. No puedes faltar al Park Güell, con el espectacular diseño de Gaudí. Se extiende por toda la montaña. Una parte sólo es accesible pagando entrada. Pero queda un espacio muy amplio de entrada libre. 

Siempre que puedo subo por uno de sus senderos para alcanzar el Turó de las Tres Creus. Allí se levanta un rústico monumento con cruces, enfrentado al horizonte de Barcelona. A tus pies, la ciudad parece una alfombra. Una pintura. Miras ese ajedrez panorámico, reconoces las calles, los monumentos, los barrios, y el mar estañado al fondo. Divisas aviones y barcos como de juguete. Mientras te deleitas con la vista, un americano toca unos cuantos temas de blues con su dobro.

Barcelona vista desde allí es algo coherente, hermoso. Una fusión mediterránea. Así es su espíritu.

Un cosmo de bares
Para los afectos a bares y café, como yo, Barcelona es inagotable. La variedad resulta infinita. Se repiten los baretos de barrio. Pequeños, estrechos, con una tele enorme. Poco interesantes por la estética, pero fascinantes por la parroquia. Clientela fiel, sentimental, que pasa media vida apoyada en la barra. Luego encuentras los bares de diseño. Futuristas, minimalistas. El Eixample está lleno. Allí te entra como una especie de euforia artística. Como si formases parte del decorado.
En el Raval y la Ribera, los bares pueden ser muy canallas. Con alguien tocando al fondo, luces macilentas, olor a cerveza y una atmósfera peliculera. En Gràcia hay bares casi museísticos. Que varían según las modas. Bares de gin-tonic, nombre ingenioso y barba bien recortada. Es imposible acabarse los bares de Barcelona. Pero como hay que quedarse al menos con uno, escogería el Velódromo de la calle Muntaner. Un gran café de toda la vida, muy bien rehabilitado.
 

La mirada del románico
El arquitecto Josep Puig i Cadafalch creía que el románico es el estilo que mejor define el alma catalana. Adaptó los cánones romanos, impregnándolos del espíritu cristiano. Con una eficacia de formas y una ingenuidad que tantos siglos después resulta extrañamente “moderna”. Desde muy joven he visitado el fondo románico del actual Museu Nacional d’Art de Catalunya, en el palacio de Montjuïc. La elegancia del maestro de Boí, con sus figuras estilizadas, sus colores vivos, su Pantocrátor, te llega al alma. Y en el mismo recinto se pueden disfrutar colecciones de gótico y arte moderno. Para disfrutar la interacción entre arte y paisaje urbano: Pedralbes. Ese rincón poco conocido de Barcelona parece fuera del tiempo. Su nombre viene de los campos medievales: “Piedras Blancas”. Y sigue conservando un hálito antiguo. También hasta aquí te lleva el autobús.