Pasajes de Ibiza
© Jorge Carrión
Ibiza

Todos los pasajes del mundo comparten una cierta magia: provocan la conversación entre dos espacios, entre dos mundos. El escritor Jorge Carrión, autor de Barcelona. Libro de los pasajes (Galaxia Gutenberg), nos invita a viajar por algunas de esas máquinas del tiempo de la ciudad donde vive.

Para llegar al santuario de Ascelepio, dios griego de la medicina, había que atravesar una larga galería de paredes y techo muy húmedos: se creía que las gotas de agua sagrada limpiaban el espíritu del peregrino. Los túneles naturales o artificiales, los puentes o las escaleras labradas en la roca han sido desde antaño símbolos del tránsito entre dos mundos. En la ciudad moderna -un mundo en sí misma- los pasajes han ocupado ese espacio metafórico. No hay más que rastrearlos en la poesía del surrealismo francés, en los ensayos de Walter Benjamin o en los cuentos de Julio Cortázar para certificar esa magia de ascensores interdimensionales. En “El otro cielo”, por ejemplo, el narrador de Cortázar confiesa que “los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre”. Fue en el pasaje Güemes de Buenos Aires donde dejó atrás la adolescencia. Y a los míticos pasajes de París adonde se transporta gracias al poder del deseo y de la literatura.

Todas las ciudades del mundo cuentan con pasajes. La mayoría forman parte de la articulación funcional de la metrópolis, como los callejones traseros o los mercados. Pero a mí me interesa la ilustre minoría. Esos pasajes que -imitando el modelo inglés (el de las “arcades”) o el modelo francés (el de los “passages”)- atraviesan una manzana de edificios, generando un micromundo, un pueblo, un jardín o un centro comercial. Conectando dos realidades muy distintas. Invitando al viaje.

La ciudad de Ibiza cuenta con dos tipos de túneles urbanos. En Daltvila, ese centro histórico amurallado, esa isla (antigua) dentro de una isla (la ciudad) dentro de una isla (balear), encontramos varias callejuelas escalonadas y con techo de madera, como las que ascienden desde la plaza de Vila hacia otras calles superiores o hacia el cielo, que se ve en lo alto, demasiado azul. Se trata de vías que conducen hacia el pasado medieval e incluso árabe (los musulmanes bautizaron Ibiza como Yebisah). Una de ellas tiene un nombre evidente y no obstante mítico: calle de la Escalera de Piedra. Abajo, en cambio, en la parte moderna, hay varias galerías comerciales. No me crucé con nadie en la Galería Alhambra ni en las Galerías Matutes ni en las Galerías Vinents. Las tres tienen la misma atmósfera y la misma luz, que acogen a comercios de aspecto similar, sobre todo tiendas de ropa, como si su destino fuera téxtil. Levemente anacrónicas, pertenecen sin duda a un mundo en lenta extinción, que las franquicias y los centros comerciales intentan relegar al pasado.

Es imposible no leer todos esos espacios con una mirada deudora de la de Walter Benjamin. Él estuvo por estas mismas calles antes de la guerra civil española, porque le resultaba mucho más barato vivir en Ibiza que hacerlo en París o en Berlín, y para ler y escribir no importa demasiado el contexto. Llegó siempre en barco; caminó incansablemente por el puerto; se alojó en hostales y en casa de su amigo Jean Selz en la calle Conquista, donde ambos probaron por primera vez el opio; deambuló por la muralla y los callejones; y se emborrachó varias veces en el bar Migjorn, de Guy Selz, el hermano de Jean. Una noche salieron bastante perjudicados del bar y regresaron dando tumbos. Benjamin se durmió en la calle de la Escalera de Piedra. Al día siguiente creyó haberlo soñado.

No dejó constancia de haber encontrado relación entre esos túneles de la ciudad medieval o las galerías de la ciudad moderna y los pasajes que estaba estudiando en París. Pero para eso estamos nosotros, los viajeros que llegamos después: para atar los cabos que nuestros antepasados dejaron felizmente sueltos.

Es Cucons
Durante unos pocos días de febrero, los almendros estallan de blanco en un valle de Santa Agnès. Allí, el mejor lugar para alojarse, durante esa semana excepcional y durante las otras cincuenta y una del año, es Es Cucons. A partir de una casa del siglo XVII, sus dueños han construido un refugio en que el lujo parece sencillo, alrededor de un restaurante, un salón donde jugar al ajedrez y una piscina en que ahogar el calor del verano. Para los benjaminianos que buscamos en los viajes un espacio donde leer y escribir, este hotel rural es sin duda una opción privilegiada. También es una base perfecta para dar paseos. Por ejemplo, a pocos minutos, a la Porta del Cel: porque el valle de los almendros no se encuentra entre montañas, sino al lado de un acantilado que se derrama, abrupto, en el mar.

Sa Punta des Molí
En la bahía de Sant Antoni, ahora un pueblo muy turístico, entonces poco más que una aldea de pescadores con algunos visitantes extranjeros, Walter Benjamin pasó algunos meses, en 1932 y 1933, alojado en una casa de Sa Punta des Molí. Como cuenta Vicente Valero en su libro de referencia sobre el tema, Experiencia y pobreza, la casa que alquiló ya no existe. Pero se puede visitar el molino y la sala Walter Benjamin, que a veces acoge exposiciones o actividades culturales. Tal vez nunca sepamos si el día que Franco visitó la isla, a principios de esa misma década de los 30, y se acercó hasta el molino porque era un lugar estratégico para controlar el acceso por mar a la bahía, Walter Benjamin estaba leyendo a la puerta de su casita y ambos, el militar y el filósofo, intercambiaron algunas palabras. Después del golpe de estado, el gobierno de Franco impidió que Benjamin pudiera entrar en España y provocó, por tanto, su suicidio. Su final infeliz.

Fotografías: Marco Torres Walker, Vicent Marí