Jorge Luis Borges creía que el paraíso debía ser algún tipo de biblioteca. Y para los amantes de la lectura y los libros, que siguen privilegiando el sosiego en estos tiempos electrónicos y acelerados, más que probablemente eso es así.
Cicerón creía que el paraíso era una biblioteca con jardín. Pues bien, España atesora algunas bibliotecas impresionantes. La de El Escorial, por ejemplo. Y una institución relativamente moderna pero que es una de las joyas de nuestro patrimonio y que es una biblioteca con un pequeño jardín y un museo. En Madrid, a la altura del número 20 del paseo de Recoletos, junto a la plaza de Colón, se alza un edificio de porte clásico y tamaño más que destacado, la Biblioteca Nacional de España, que tiene a sus espaldas el Museo Arqueológico. Me parece que la mayoría de los madrileños y también de los foráneos han pasado por delante de la Biblioteca Nacional sin subir su escalinata, entre las estatuas de Alfonso X el Sabio y San Isidoro, y mucho menos se han atrevido a traspasar sus puertas. Ya se sabe que las bibliotecas imponen más todavía que las catedrales. Y sin embargo, la Biblioteca es ahora sede de exposiciones varias y fácilmente visitable. De hecho, ha habido por ejemplo una muestra en la que se podían apreciar, debidamente resguardados, los códices Madrid I y Madrid II de Leonardo da Vinci. Fue sólo eso: una muestra, por muy deslumbrante que fuese, de los tesoros que alberga un edificio en el que hay, por ejemplo, una de las mejores colecciones de grabados e ilustraciones de nuestro país, por no hablar de sus secciones reservadas a los estudiosos y eruditos, o los lugares más arcanos e invisibles, donde yacen, en cámara acorazada y con temperatura y humedad controladas permanentemente, primeras ediciones del Quijote o el manuscrito del Poema del Mío Cid. Y además de los códices del viejo maestro Leonardo, hay todo un brillante catálogo de todo tipo de impresos que asegura el asombro y la maravilla. Lógicamente, la mayoría de los fondos están ahora en almacenes robotizados que cada día suministran sus peticiones a los usuarios y lectores de esta biblioteca prodigiosa.
La directora actual de la biblioteca, Ana Santos, se ha empeñado en que la Biblioteca sea muy accesible, con lo que las excusas para no visitarla deberían ser pocas. Y les insisto en que lo que es el edificio y sus exposiciones temporales ya merecen la pena. También sus jardines, que aunque merecerían algo más de cuidado, son ese remanso de paz insólito en el Madrid contemporáneo. Y siempre hay conferencias, cursos y actividades diversas más que interesantes y atractivas. Hace un tiempo, tuve ocasión de visitar la llamada sala del patronato, situada bajo el frontón del edificio, y que valdría la pena conocer aunque sólo fuera por sus lámparas de araña y por el mobiliario. Las librerías, que son magníficas, fueron de Godoy, que ha pasado a la historia digamos que popular como un desastre y punto menos que el calientacamas de la reina o el pelotillero mayor de Carlos IV, pero en realidad fue un noble ilustrado y muy culto que intentó preservar el poder menguante de España frente al empuje del corso que quería devorar Europa. Tuvo de amante, por cierto, a Pepita Tudó, de la que hay un excelente retrato obra de Madrazo en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Algunos historiadores han reivindicado, en los últimos años, la figura de Godoy, que intentó reformas y acabó, motín de Aranjuez por medio, dejando atrás el país en el que la nobleza y el clero conspiraron contra él y consiguieron, al fin, la santa ira del buen pueblo. Vieja historia, aunque no sea pieza menor de la misma que su biblioteca personal, fondos bibliográficos y mobiliario, hayan acabado a salvo en la Biblioteca Nacional.
Pero volvamos, si no les molesta, a la sala donde se reúne el Real patronato de la Biblioteca y allí encontraremos unos retratos que Miguel Jacinto Meléndez, a la sazón pintor de cámara del Rey, hizo a Felipe V y a parte de su familia para la sede original de la Real Biblioteca que creó y que dio origen a lo que es hoy la Biblioteca Nacional. Meléndez fue el pintor de la casa real hasta que la Corte se trasladó, por casi cuatro años, a Sevilla. Allí le quitó el puesto Jean Ranc, que es a quien debemos los retratos tal vez más conocidos del primer monarca de la dinastía francesa. Pero hay algunos de los que pintó Miguel Jacinto Meléndez que son más que apreciables. Felipe V vestido de cazador, por ejemplo, que está en el Museo Cerralbo y éste que luce en la sala del patronato. Felipe V como protector de la Real Biblioteca Pública es probablemente un óleo de 1727, en el que el primer Borbón rey de España apoya su mano sobre los estatutos de la Real Biblioteca, la primera institución cultural que fundó en nuestro país, el 29 de diciembre de 1711, con la voluntad de “renovar la erudición histórica y sacar al aire las verdaderas raíces de la nación y de la monarquía española”. Dispuso de las bibliotecas de los últimos Austrias y mandó traer seis mil volúmenes de Francia. Y se empeñó en ilustrar por la lectura a lo que sin duda le pareció toda su vida un pueblo de cabreros. Nótese que hablamos de 1711, con la guerra de Sucesión apaciguada internacionalmente pero todavía no conclusa, aunque ya estaba claramente decantada. Por cierto que al final de esta guerra, el monarca no tuvo problema en embargar varias bibliotecas privadas de nobles que permanecieron fieles a la causa austriacista.
Volvamos al retrato. Es Felipe V con un libro, aunque luce media armadura y, en ella, el fajín de general, pero es un retrato destinado a una sala de lectura y que pretende aliar la corona con el conocimiento. A su lado está su segunda esposa, Isabel de Farnesio, que también sostiene un libro, un ejemplar que, en un juego de reflejos y citas pictóricas, luce un grabado en el que aparece el propio Felipe V. Un rey de libro.
Dispuestos por debajo de la real pareja, en la misma sala se pueden contemplar cuatro retratos de cuatro hijos del monarca, todos todavía niños. El príncipe Fernando, hijo del primer matrimonio de Felipe V y futuro Fernando VI; Felipe de Borbón, futuro duque de Parma y fundador de la Biblioteca Palatina de Parma, y que fue también el protector de Gianbattista Bodoni, el creador de una de las tipografías más hermosas que nos ha dado el arte de componer para la imprenta; María Ana Victoria de Borbón, que estuvo prometida -a los tres años de edad- con Luis XV, pero que finalmente se casaría con José I de Portugal, y, por último, Carlos de Borbón, futuro Carlos III, en un retrato en el que no aparece su famosa y borbónica nariz. Tal vez Meléndez embelleció al muchacho o todavía no le había crecido el apéndice.
Felipe V, pese a que fue un rey extraordinariamente longevo, no creo que tuviera en gran estima a los españoles. Me temo que nunca los entendió y me barrunto que no llegó a apreciarlos. Era además, como se sabe, propenso a la melancolía y las depresiones, por no decir que sufrió algún episodio de enajenación mental. Y su abdicación en favor de su hijo, que reinó brevemente, menos de un año, como Luis I, es otra pieza de la historia cuyo relato daría para una buena novela. Hoy es un rey denostado, cuando no odiado, en Cataluña y en buena parte del país valenciano (su retrato sigue colgando boca abajo en Xàtiva), pero precisamente hoy, en estos tiempos convulsos, no estaría de más que acudiésemos más a menudo a las bibliotecas y leyésemos para comprender y entender mejor nuestro pasado. Y en la Biblioteca Nacional hay todo un bosque de libros que explorar y por el que perderse gozosamente.
Cuatro apuntes más
En 1716 se estableció un precedente del depósito legal, con lo que la Real Biblioteca, luego Biblioteca Nacional de España, empezó a atesorar prácticamente todo lo impreso en el reino. Además, el monarca dictó privilegio para que la Biblioteca tuviese derecho de tanteo y reserva sobre cualquier venta de fondos bibliográficos que se hiciese en España. Así, los fondos de la Biblioteca crecieron vertiginosamente, poseyendo imprenta propia y hasta fragua de fundición de tipos ya a fines del siglo XVIII. El siglo XIX, con sus guerras y desastres, empezó mal para la Biblioteca, pero consiguió relativamente pronto el edificio actual, en cuyo terreno estuvo el convento de los Agustinos Recoletos. En 1866 y bajo reinado de Isabel II, se inició la construcción del edificio actual, que fue inaugurado en 1892 para abrirse al público en 1896. También hay una estatua de Marcelino Menéndez Pelayo, el sabio y erudito español que dirigió la Biblioteca a principios del siglo XX.
Un bosque de libros
Más de treinta millones de publicaciones de todo tipo: partituras, libros, revistas, mapas, grabados, dibujos y folletos. Sólo la colección de mapas ya daría para una vida entera -y más- de meditación y estudio. Y el Salón General de lectura está ahí, tras pasar un control de seguridad y cumplimentar algún trámite administrativo menor. Es cierto que la mayoría de los fondos, sobre todo los más recientes, están en unos enormes almacenes en Alcalá de Henares, pero el viejo edificio del paseo del Prado es una joya en sí mismo, con su escalera de doble tramo y sus gabinetes de lectura y consulta. Es un edificio que, ya lo he advertido, comparte con el Museo Arqueológico Nacional, de todavía reciente y brillante restauración y nuevo recorrido museográfico. Para el visitante culto, una mañana entre ambas instituciones será, permítanme asegurárselo, una experiencia para valorar y recordar por largo tiempo.