Casa Parramon es el taller de lutería más antiguo de España y uno de los más añejos de Europa. Su director, Jordi Pinto, nos desvela algunos secretos de un oficio que, desde el siglo XVI, apenas ha cambiado.
Ramon Parramon fundó en 1897 en Barcelona un taller que hoy se enorgullece de sus 120 años de historia ininterrumpida, y que vivió su máximo esplendor durante los años 20 y 30 del siglo pasado. En ese período construyó nada menos que 400 instrumentos de cuerda e incluso creó uno nuevo, la viola tenor. La Guerra Civil Española y la posguerra pusieron fin a la demanda de nuevas piezas —un lujo que pocos músicos podían permitirse— y el negocio se reorientó hacia la venta, mantenimiento y restauración de violines, violas y violoncelos. Hoy esta sigue siendo su actividad principal.
Para Jordi Pinto, el secreto de la perdurabilidad del negocio “es la seriedad, la proximidad y la constancia. Como decía mi abuelo, nuestro trabajo es una carrera de fondo, no hay que pensar nunca en hacer una esprintada”. El establecimiento se sitúa en un piso de la calle del Carme, a pocos metros del bullicio de la Rambla. Al entrar, se contempla un amplio espacio que acoge la colección de instrumentos de todo el mundo recopilada por la segunda generación de la casa durante sus viajes a destinos exóticos. Y en el interior se encuentra el taller y una sala de acústica perfecta, donde los músicos prueban los instrumentos nuevos o reparados.
En la casa trabajan cuatro lutieres, uno de ellos arquetero, dedicado en cuerpo y alma a los arcos, y el resto especializado en instrumentos de cuerda. Sus métodos siguen pautas establecidas entre los siglos XVI y XVII, cuando se fijaron cánones, proporciones, formas y materiales. Y aunque son escasas, hay aportaciones tecnológicas que simplifican algunos pasos: “Un software nos permite introducir una cámara en el interior del instrumento y ver los posibles daños a través de la pantalla del ordenador”. Un proceso que antes se realizaba jugando con espejos y luces, y que a menudo requería abrir el instrumento para completar el diagnóstico.
Estos artesanos son los médicos de cabecera de los músicos, “o deberíamos serlo —subraya Pinto—, aunque algunos optan por automedicarse y estropean sus instrumentos. Entonces nuestro remedio requerirá más tiempo y dinero. Para un músico, el instrumento y el arco son herramientas de trabajo y, si están afiladas, trabajará de manera más precisa”. Porque las piezas sufren daños debidos al uso, a la humedad, al transporte o al olvido: “Un instrumento que ha estado 80 años en un desván no se puede restaurar en 10 días; hay que recuperar la forma inicial con moldes y contramoldes de manera progresiva para no violentar la madera, procesos que se ralentizan semanas o meses uno detrás de otro”.
Desde hace siglos, este oficio se transmite de generación en generación, como demuestran grandes sagas de lutieres europeos. Para formarse existen dos caminos: “Estudiar de 3 a 5 años en una escuela oficial centroeuropea o bien, como se ha hecho desde el siglo XVI, entrar de aprendiz en un taller y empezar desde cero”. En España no hay ninguna escuela oficial que forme lutieres, por lo que una persona con vocación deberá estudiar en Alemania, Italia o Francia. Y no es estrictamente necesario saber tocar el instrumento que se repara, pero ayuda mucho, “porque cuando un músico plantea un problema acústico, debes saber qué te está diciendo y cómo resolverlo”.
Además de médicos, también son arquitectos, artífices de espacios minúsculos. “Los instrumentos tienen una base, unas paredes y un techo, e incluso la barra armónica —un refuerzo que hay en el interior de la tapa— trabaja como una viga, soportando la presión del puente y las cuerdas, mientras que el alma pone en contacto la tapa con el fondo y trabaja como una columna”. Una arquitectura en evolución, porque los grabados de los siglos XIV y XV muestran instrumentos que recuerdan violines con tapas planas. Fue en el XVI cuando el prestigioso lutier italiano Nicolò Amati los arqueó, les dio una estructura sólida: “Arquearlos significa hacer lo que hace un arquitecto con un puente, ponerle un arco debajo para que no se deforme”.
Por supuesto, la madera es el material esencial: “Tenemos una reserva importante de madera vieja, del siglo XIX y principios del XX, porque para restaurar una pieza del XVIII no puedes utilizar madera recién cortada”. La tapa de los violines suele estar hecha de abeto de las inmediaciones de los Alpes, donde existen pequeños talleres y almacenes que se dedican a cortar, almacenar, secar y distribuir madera exclusivamente utilizada por los lutieres. Para los maestros, el tiempo tiene otra dimensión. Casa Parramon ha llegado a invertir cinco años en la restauración de un violoncelo del siglo XVIII. Pero “antes de emprender cualquier acción hacemos una valoración global de la pieza para ver si merece determinada inversión técnica, económica y de tiempo que compense el valor del instrumento”. Las restauraciones extremas se reservan a instrumentos extremos, de alto valor organológico.
La viola tenor Parramon
Ramon Parramon era músico y compositor, y —explica Jordi Pinto— “consideraba que en los cuartetos de cuerda había una descompensación tímbrica: los dos violines destacan el registro agudo, la viola de brazo se acerca a ellos, y el violoncelo queda descolgado con los graves”. Entonces Casa Parramon creó la viola tenor, un instrumento “que llena este vacío entre un extremo y otro”. El primer prototipo se construyó 1932, y hasta el estallido de la Guerra Civil (1936) se fabricaron 50 violas tenores, una de ellas para el músico Pau Casals. Algunas permanecen en activo: “En Barcelona hay un violoncelista que heredó una tenor de su abuelo y la toca profesionalmente de vez en cuando, y otra está en manos de un musicólogo de la Universidad de Portland, Oregon”.